Qué es el «hambre de piel», cómo nos afecta y cómo se supera

Especialistas comenzaron a hablar del «hambre de piel», de las posibles consecuencias psicológicas de la falta de abrazos, de la connotación negativa del extrañar, de refrenar el impulso de besar.

Los gobiernos de distintos países ensayan estrategias para ir flexibilizando la cuarentena. Se trata de protocolos que se van implementando -sujetos a ensayo y error- con posibilidades de volver atrás si no funcionan. En nuestro país, en la Ciudad de Buenos Aires se han autorizado las salidas recreativas para los niños, con los cuidados pertinentes, de acuerdo al DNI del padre acompañante. En el Gran Buenos Aires la decisión ha quedado sujeta a cada municipio. En algunas de las provincias del interior se han comenzado a permitir reuniones pequeñas.

España y Australia han comenzado a implementar encuentros de no más de 10 personas. Países como Nueva Zelanda, Bélgica y algunas provincias de Canadá experimentan con el sistema de las llamadas “burbujas sociales”: pequeños grupos fijos de personas cuyos integrantes acuerdan una interacción mutua por un tiempo. Sería una forma de recibir visitas y “burbujear” -uno de los tantos términos creados en este nuevo contexto-. En Nueva York se ven plazas en las que las autoridades han dibujado círculos, guardando las distancias recomendadas, dentro de los cuales la gente puede ubicarse sin tener contacto con los otros.

Son experiencias que sirven como transiciones hasta el momento en que se pueda producir el reestablecimiento del contacto social “normal”.

Más allá del éxito o fracaso de estas medidas lo que ellas indican es que existe una preocupación no sólo por la salud física sino también emocional de los individuos, que -sin dudas- ha comenzado a resentirse por el aislamiento social. Y está pasando a primer plano la importancia de los vínculos entre las personas, como factores de alta incidencia en el equilibrio mental. En estos días los especialistas han hablado del “hambre de piel”, de las posibles consecuencias psicológicas de la falta de abrazos, de la connotación negativa del “extrañar”, etc.

He notado que en las personas que han podido experimentar alguna de estas “revinculaciones” se ha registrado un gran alivio. Otro aspecto reparador de estos cambios es que se viven como avances y compensan la sensación traumática de que el tiempo se encuentra detenido.

¿Qué es el “hambre de piel”?
Son reglas diseñadas para evitar el contagio y que sólo funcionan si son cumplidas por todos. Se basan en la concepción de la sociedad como un esquema colaborativo en el que el resultado depende del esfuerzo colectivo. Se presentan como formas de imponer controles a ciertos hábitos y conductas automáticas de las personas, de manera que éstas quedan desprovistas de espontaneidad. Por ejemplo: la obligación de refrenar el impulso de besar, abrazar o dar la mano a alguien con quien nos cruzamos y con quien tenemos un lazo de afecto. Se repite la obligación de quedarse en casa, de usar tapabocas. Se insiste en las medidas de higiene y desinfección. La vida cotidiana se llena de perímetros virtuales. Se informa a la población acerca de la distancia que recorren las partículas del virus que pueden estar contenidas en la respiración si alguien corre, anda en bicicleta o camina. Parecería que parte de nuestro “yo” empieza a “robotizarse”…

¿En qué estado saldremos de esta situación de encierro?
La Humanidad está pasando por una situación totalmente inédita. No tenemos experiencia como especie de una pandemia de tal magnitud, ni de una situación tan prolongada de encierro y falta de contacto social.

En la Argentina, en especial -y por suerte-, no existe cultura “pandémica”, ni experiencias de catástrofes que nos hayan permitido aprender a utilizar protocolos, simulacros, practicar evacuaciones, etc.

Estamos recién aprendiendo; transitando de la fase del “estupor” inicial (confusión, negación, parálisis, rebeldía, dificultad para pensar) a una fase de mayor comprensión y toma de conciencia. El desarrollo de procesos como estos, en la esfera mental de cualquier ser humano -en circunstancias normales- llevaría un tiempo considerable. Pero desde hace dos meses nuestra mente se encuentra expuesta a permanentes bombardeos de información. Se suma a esto la angustia, la incertidumbre económica, el miedo a la enfermedad y a la muerte, la vivencia de futuro incierto, etc. En psicología se utiliza el término “sobreadaptación” para designar la necesidad de incorporar rápidamente pautas que vienen desde el exterior sin el tiempo necesario como para procesarlas, comprenderlas y hacerlas propias.

En algunos casos el encierro es experimentado como sometimiento, porque implica una adecuación a normas que sentimos que llevamos a cabo no por decisión propia sino por imposición. El encierro puede vivirse como una pérdida de libertad o como una ganancia de salud. Depende de la perspectiva en juego.

Se observa un cambio muy positivo cuando una persona puede comprender que el encierro es una manera de cuidarse y cuidar a los otros y no significa estar prisionero. De esa forma se pasa a la elección de permanecer en casa. Éste es un cambio psicológico fundamental y que no ocurre en todas las personas, o no en todas con los mismos tiempos.

En algunos casos, el encierro pone de manifiesto o acentúa “encierros previos” como vínculos de pareja asfixiantes, adicciones a sustancias, actuaciones violentas con riesgo de auto o heteroagresión o procesos de autodevaluación (que afectan por lo general a la autoestima).

En otros casos, por el contrario, podrán hallarse aspectos enriquecedores en los otros -descubrir cosas nuevas aún en aquellos que conocemos desde hace años- que permitan “volver a elegirlos”. También podremos encontrar conductas resilientes en nosotros mismos, si es que sabemos rescatarlos.

¿Qué incidencia tendrá en nuestra psiquis este período de extrema “protocolización” de conductas?
El impacto de lo vivido dependerá de las características de personalidad de cada quién, del sostén afectivo con que se cuente, de la capacidad de conservar o crear una vida interior (leer, escribir, pensar, desarrollar alguna actividad creativa) y de la posibilidad de construir barreras de protección ante la inundación de los estímulos traumatizantes del exterior. Por supuesto que la vivienda también juega un papel importante: no es lo mismo transcurrir el encierro en situación de hacinamiento y oscuridad que en un lugar donde se pueda tener cierto contacto con la naturaleza y algo de espacio físico. Los que tenemos la suerte de vivir en familia contamos con un sostén “extra” en estos momentos.

Poseemos un encuadre -del que muchas veces ni siquiera nos percatamos- que organiza nuestra vida cotidiana. La vida con otros establece rituales domésticos y hábitos (dormir y despertarse en horarios sincronizados, comer juntos, compartir historias comunes, etc.) que hasta regulan los ritmos biológicos y emocionales. La presencia de “los otros en nosotros” es fundamental para preservar y mantener estos ritmos, en circunstancias en las que corremos el riesgo de sentir que el tiempo transcurre todo igual.

En tiempos como estos, aparece con fuerza la necesidad de un “buen apego”: el tipo de lazo incondicional con el otro que nos permite sentirnos acompañados y contenidos, para reducir la angustia. Sobre todo si éstos funcionan como calmantes y no como amplificadores del miedo.

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